Para esta entrada, hablaremos de “El teatro y su doble” de Antonin Artuad. Él nos habla sobre la trascendencia del teatro y lo que conlleva ser parte del teatro. El autor crítica los sistemas de pensamientos arraigados de un modelo europeo que se centra en el “hambre” o la carencia. Hace una crítica hacia el concepto de “civilización” y “cultura”, en donde alguien civilizado y cultivado es un hombre “modelado” con base en sistemas, que piensa en sistemas, en formas, signos y representaciones.
La idea de la cultura se ha reducido a una suerte de un inconcebible panteón, lo cual resulta en la idolatría de la cultura. La cultura es un concepto refinado de cómo comprender y ejercer la vida. Juzgamos a alguien dependiendo del modo de cómo se comporta y piensa cómo se comporta.

Toda cultura se apoya sobre los medios bárbaros y primitivos del totemismo; es usada para extraer un provecho artístico y estático, pero el totemismo es un actor, pues se mueve y está hecho por actores. Lo que nos ha hecho perder la cultura es nuestra idea occidental del arte y el provecho que de él sacamos. La verdadera cultura actúa gracias a su exaltación y fuerza.
Es por eso que el teatro está hecho para permitir que nuestros deseos cobren vida por medio de los actos singulares en los que las alteraciones del hecho de vivir demuestran que la intensidad de la vida está intacta y que es mejor dirigirla. El verdadero teatro tiene sus sombras, y de todos los lenguajes y de todas las artes, es el único que todavía posee sombras que han traspasado sus limitaciones.
Nuestra idea petrificada del teatro está de acuerdo con nuestra idea petrificada de una cultura sin sombras pero el teatro es móvil porque se vale de instrumentos vivos. El teatro sirve en todos los lenguajes: gestos, palabras, sonidos, fuego, gritos, se encuentra exactamente en el punto en el que el espíritu tiene necesidad de un lenguaje para producir sus manifestaciones.
La fijación del teatro en un lenguaje: palabras escritas, música, luces, ruidos, indica que la elección de un lenguaje produce una limitación del espíritu. Pero destruir el lenguaje para tocar la vida es hacer y rehacer el teatro y no creer que ese acto es reservado o único a una persona. Lo importante es que cualquiera puede hacerlo pero hace falta una preparación.
El autor continúa con una crítica hacia las obras maestras, las describe como “atmósferas asfixiantes” que es todo aquello que se ha escrito, formulado o pintado y que ha tomado forma, como si toda expresión no tuviera finalidad. Debemos terminar con esa idea que las obras maestras están reservadas para la supuesta élite y que la multitud no comprende. Las obras maestras del pasado son buenas para el pasado, no son buenas para el presente. La idea de las cosas llega a través de costumbres y palabras anticuadas, que pertenecen a épocas muertas que ya no volverán.
“Lo que se ha dicho ya no se dice más, que una expresión no vale dos veces, no vive dos veces, que toda palabra pronunciada está muerta y que solo obra en el momento en que se pronuncia, que una forma ya empleada no sirve más y que solo invita a encontrar otra y que el teatro es el único lugar del mundo en el que un gesto no se hace dos veces.”
Si una persona ya no acude a las obras maestras literarias es porque esas obras son literarias, fijas, y fijadas a formas que ya no responden a las necesidades de los tiempos modernos.
Debemos quitar el velo formal que se interpone entre nosotros y el pueblo, esas formas nuevas de idolatría de las obras maestras estáticas es uno de los aspectos del conformismo burgués. El teatro erróneamente se considera una mentira y una ilusión, puesto que se ha hecho la distinción entre el espectáculo de un lado y el público del otro y porque ya no hemos mostrado al pueblo que es un espejo de sí mismo.
El autor crítica la idea shakesperiana del teatro, esa idea de un arte distante, de una poesía-encanto que solo sirve para un ocio encantado, es una idea de decadencia. Que no hace nada ni produce nada. La veneración ante lo que ya ha sido hecho, por bello y valioso que sea, es lo que nos petrifica, lo que nos vuelve estáticos y que nos impide entrar en contacto con la fuerza que se halla debajo de nosotros mismos, eso que llamamos energía.
Por eso el autor propone un teatro en un sentido superior que pueda influir sobre las cosas y que las imágenes lanzadas susciten alguna reacción al organismo. Propone el “teatro de la crueldad”. Un teatro cruel y difícil para sí mismo, la crueldad que nos dice que no somos libres y que el teatro está hecho para enseñarnos eso.
Esta idea de un teatro determinista es para evocar toda sensación en el espectador, haciéndolo no a un lado del espectáculo, sino que el espectador esté en el centro y que el espectáculo lo esté rodeando. Devolver al teatro esa idea elemental mágica que si queremos curar un enfermo, que éste asuma la actitud exterior del estado al que queremos conducirlo.
Se pretende que el ejemplo evoque el ejemplo, que la actitud de la curación invite a la curación. Propone un teatro en que las imágenes físicas violentas sacuden e hipnoticen la sensibilidad del espectador. Un teatro que produzca trances y que se dirija al organismo a través de medios precisos. Una idea un tanto riesgosa, pero todo depende de la manera y la pureza en que se hagan las cosas.