Durante el mes de agosto de 2021 Afganistán volvió a la primera plana de los periódicos y a la apertura de los informativos. Y de nuevo por un suceso trágico: Estados Unidos hacía efectiva la salida de sus tropas del país y, antes de que pudieran concluirla, el ejército talibán entraba en la capital, Kabul, y retomaba el control de prácticamente todo el país tras dos décadas de poder estadounidense. Durante unas semanas se habló y se escribió mucho de la crisis humanitaria de la que expertos en Oriente Medio llevaban avisando ya unos meses, pero que a casi todo el mundo pareció pillar por sorpresa.
La noticia entonces fue la retirada urgente del personal civil y militar de los países occidentales y la huida del presidente afgano, por un lado, y la desesperada situación en la que quedaba la población afgana, en especial las mujeres, por otro. Se expresaron muchos mensajes de solidaridad, se relató con sumo detalle la evacuación de aquellas personas colaboradoras y potencialmente perseguidas por los talibanes que lograron llegar y entrar al aeropuerto de Kabul a tiempo, y se instó vehementemente a los países occidentales a hacer más y a ayudar como fuera posible o imposible a la población afgana. Y, después, el tema desapareció de la primera plana hasta que, poco a poco, quedó como un asunto informativo residual, fuera del foco de noticias, artículos y tertulias.

No es raro, aunque sí resulta llamativo, que un tema atraiga tanta atención para desvanecerse no mucho tiempo después. Generalmente así sucede, al menos en medios europeos, con los asuntos de países que quedan fuera del radio de lo que comúnmente (con todo el sesgo eurocéntrico que ello conlleva) llamamos Occidente: entran en la agenda mediática en un momento crítico y siguen una vida más o menos efímera, volviendo a salir a los pocos días o semanas del centro de atención, desplazados por nuevos temas repentinos, más urgentes o novedosos, y ello sin que el problema o la situación que despertó originalmente nuestro interés se haya resuelto.
Y tal es el caso de Afganistán y la crisis humanitaria en curso. No ha cesado ni va a desaparecer por mucho que los informativos ya no se encarguen de este asunto. Y pronto el foco mediático en Europa sobre la población afgana será otro: la llegada “masiva” de “oleadas” de migrantes afganos en busca de refugio y asilo en los países europeos y la dramática situación de estas personas varadas a las puertas de Europa.
El calificativo “masiva” (de tintes catastróficos e incluso amenazantes) acompañará al fenómeno independientemente de que la proporción de los y las migrantes afganas con intención de llegar a suelo europeo sea ínfima en comparación con las personas afganas fuera de su país o con respecto a la población europea. Y la idea de oleadas ignorará también que la migración afgana no es nueva (sino que personas afganas llevan casi cinco décadas huyendo del país) y que no se dirige principalmente a Europa, sino a los países vecinos, en particular a Pakistán.
Esta situación anunciada (y que erróneamente se ha denominado “crisis de refugiados”) tiene un antecedente inmediato (y varios anteriores), que es el flujo de migrantes sirios que intentaron alcanzar Europa durante 2015, al recrudecerse la guerra civil desatada en el país en 2011. ¿Cómo reaccionaron los países europeos entonces? ¿Cómo actuaron los gobernantes nacionales y los europeos y cómo fue la respuesta de la población? ¿Puede esperarse ahora una reacción similar? Conviene analizar el antecedente sirio, aunque lo que muestra no es bueno y lo que augura es aún peor.
La reacción europea a la tragedia siria y a la llegada de migrantes en busca de refugio no fue unánime, lo cual contribuyó a que se convirtiera en un fracaso y derivara en el rechazo hacia una población sumamente vulnerable. La respuesta fue evolucionando al paso del abandono paulatino de los valores que nos gusta llamar europeos y de los que nos gusta enorgullecernos ante el resto del mundo, pero que en la práctica quedaron en papel mojado. Las muestras iniciales de solidaridad (limitadas sobre todo a unos pocos países) acabaron transformadas en el cierre radical y vergonzoso de fronteras, a golpe de reforma de las leyes migratorias y de la desatención del derecho humano fundamental de asilo (reconocido por todos los países miembros y por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea).
Recordemos el desarrollo de lo que debe ser considerado una crisis de los valores europeos. Algunos países (con el papel destacado de Alemania y de su canciller Angela Merkel) intentaron empujar a la Unión Europea hacia una reacción solidaria y respetuosa de los acuerdos internacionales firmados en materia de refugiados, pero la mayoría de países mostró reticencias y ni siquiera cumplió con un reparto mínimo (mísero) de los refugiados llegados a Europa.
Otros países, y de manera especialmente violenta los de Europa del Este, comenzaron a impedir la entrada y el paso de los migrantes, creando nuevas fronteras en el espacio comunitario. Se generó una tensión social entre iniciativas humanitarias (rescates en el mar (con esfuerzos titánicos realizados por ONG’s como Open Arms), recepción y ayuda a familias migrantes, donación de bienes y recursos para los refugiados) e impulsos abiertamente xenófobos (campañas contra la migración y las ayudas, patrullas civiles y militares para restringir el tránsito de personas).
Los gobiernos terminaron inclinándose lejos de la solidaridad y adoptando una actitud, como mínimo, de indiferencia, sino de evidente rechazo. Cerraron las fronteras exteriores, obligaron a los solicitantes de asilo a tramitar su petición en el primer país de llegada a la Unión Europea (Grecia en plena crisis económica) y dificultaron en la práctica la concesión del estatus de refugiado, con sistemas nacionales de asilo (como el griego) colapsados.
El resultado fue la creación de grandes campos de personas desplazadas en los bordes europeos, sobrepoblados y abandonados. En el contexto de un sinfín de imágenes situaciones desesperadas de migrantes lanzándose a cruzar el mar Mediterráneo para alcanzar suelo europeo, de naufragios y cuerpos ahogados en las costas, las autoridades europeas sustituyeron las misiones de rescate (Mare Nostrum) por operaciones marítimas de control de fronteras (Tritón y Sofía).
Y, como punto final a un proceso de degradación ética, llegó la decisión de declarar a Turquía “tercer país seguro”, a pesar de las evidencias de desprotección y abuso en el país contra los migrantes. Esta decisión “habilitaba” el incumplimiento del principio de no devolución, ya que los migrantes podían ser devueltos a suelo turco para que tramitaran desde allí sus solicitudes de asilo. Suponía, en definitiva, la externalización de la frontera europea y el pago a Turquía para que se encargara del control del flujo migratorio hacia Europa. Es decir, fue un mirar para otro lado y dejar el problema en otras manos, en lugar de intentar resolverlo.
Hecho este repaso de la respuesta más reciente ante una situación similar a la que puede anticiparse para el caso de las personas afganas que huyen y huirán de su país, ¿qué podemos esperar ahora de la Unión Europea y sus gobernantes? La solidaridad falló entonces y ahora ya ni siquiera hay una Merkel que pueda empujar hacia allí.
La ultraderecha campa a sus anchas por la mayoría de nuestros países y parlamentos y expresa sin tapujos sus mensajes xenófobos anti-inmigración. ¿Alguien se atreverá a poner sobre la mesa los valores europeos y proponer la solidaridad como respuesta en este contexto? Las primeras señales no parecen apuntar hacia allí. La intención declarada es que los y las afganas sean acogidos en países de su entorno, puedan o no ofrecer condiciones de vida seguras y dignas. La propuesta europea parece clara: que no lleguen.