La Política Exterior de México, entre aspiraciones presidenciales y caprichos ideológicos

Mar 7, 2022

En enero de 2019, la crisis presidencial de Venezuela obligó a la nueva administración federal a medirse en el plano internacional. La respuesta fue vergonzosa. Apelando a “la recuperación de los principios históricos” (no intervención y autodeterminación) y a la ‘Doctrina Estrada’, el titular del ejecutivo obligó a la Cancillería a fijar como posición oficial que México no tomaría posición ni reconocería (o no) a otros gobiernos. Nada más alejado de la ‘Doctrina Estrada’. Ese comunicado fue eliminado minutos después—y, en su lugar, se elaboró uno donde solo se hace referencia a los principios constitucionales de Política Exterior (Comunicado No. 012)

Un año después, la Cancillería enfrentó otro revés al tener que sostener la negativa del Presidente a “felicitar” y reconocer el triunfo de Joseph Biden en las elecciones del 3 de noviembre en Estados Unidos. En esa ocasión, y contrario a las recomendaciones de la Embajada de México en el vecino del norte, el ejecutivo federal decidió “esperar”, apelando—de nueva cuenta—al respeto de los principios constitucionales (otra vez, no intervención y autodeterminación).

En una gran contradicción, ni dichos principios evitaron que, el 8 de noviembre, el Presidente extendiera una felicitación en vídeo a Luis Arce Catacora, recién jurado presidente de Bolivia. La Secretaría de Relaciones emitió un comunicado acorde a la felicitación (Comunicado No. 342), algo que no pudo hacer en el caso de la elección estadounidense. El vaso se desbordó el 10 de noviembre—cuando el Canciller justificó la “no felicitación” con la ‘Doctrina Carranza’. Dicha doctrina propone eliminar el trato de gobiernos y naciones de segunda clase—hoy subdesarrollados—a los países periféricos. Busca hacer valer el derecho de estos países a decidir sus asuntos internos sin la amenaza de la intervención externa (por países desarrollados). Por si fuera poco, la doctrina de Venustiano Carranza nació en un contexto turbulento, en el que México reclamaba un trato digno por parte de los Estados Unidos, asediado constantemente por el ejército norteamericano y aún lidiando con los remanentes de la invasión de 1914.

Con excepción de los deslices anteriores, el trabajo de la Cancillería venía siendo—en su mayoría—aceptable. Vaya, la Secretaría de Relaciones hace lo que puede ante la voluntad de un Presidente que pretende impregnar cada discurso, posición o crítica con contenido exacerbadamente nacionalista e histórico.

No obstante, lo que llama verdaderamente la atención es que—ahora—diferentes acciones y hechos relevantes para la conducción de la Política Exterior sean sugeridos (por no decir obligados) desde la “mañanera” del Presidente. En días anteriores, el primer mandatario realizó tres declaraciones que afectaron directamente la ejecución de la agenda exterior de México.

La primera de ellas en el marco de la decisión de la Cancillería de no enviar ningún representante oficial a la “toma de posesión” de Daniel Ortega en Nicaragua. Notoriamente molesto, el Presidente decidió que el jefe de la Cancillería en la Embajada de México en Nicaragua sería quien cumpliría la representación protocolar. El ejecutivo federal parecía ignorar la ‘cacería de brujas’ emprendida por Ortega en los meses anteriores a la elección del 7 de noviembre pasado y, sobre todo, la ausencia de garantías, libertades y certeza en la sociedad nicaragüense  y en el proceso electoral.

Unos días después, el Presidente rompió los protocolos diplomáticos al referirse despectivamente a la Canciller panameña Erika Mouynes. Como respuesta a la negativa del gobierno panameño de otorgar el beneplácito a Pedro Salmerón Sanginés, en la conferencia del 1 de febrero el primer mandatario sentenció: “Como si fuese la santa inquisición, la Ministra o Canciller se inconformó […] porque había un desacuerdo en el ITAM”—que en realidad son denuncias por acoso sexual.

La reciente (y creciente) tensión diplomática entre México y el Reino de España es el suceso (anti)diplomático más cuestionable. En la conferencia del 9 de febrero, el Presidente sugirió “darse un tiempo […] una pausa… para respetarnos y que no nos vean como tierra de conquista.” El ejecutivo federal argumentaba acerca de la Reforma Energética (2013),en el marco de la defensa de su contrarreforma, la Reforma Eléctrica, cuestionando a empresas españolas como Iberdrola, Repsol y OHL.

Un día después, el Presidente reculó y ‘suavizó’—un poco—el tono de su crítica: “No se habla de ruptura sino de una protesta respetuosa y fraterna.” Horas antes, el Canciller ya se había comunicado con su homólogo español—aclarando los dichos y apaciguando las tensiones en la relación bilateral. En la conferencia del 16 de febrero, el Presidente volvió a modificar su narrativa, concluyendo que la pausa sería con las empresas privadas españolas—no con el Gobierno de España.

¿Cómo pueden entenderse entonces estas variaciones y deslices en la conducción y ejecución de la Política Exterior de la actual administración? ¿Por qué, en la mayoría de las ocasiones, la respuesta oficial cambia en función de quién sea la otra parte involucrada?

Para poder responder a estas preguntas es necesario aceptar que la conducción actual de la Política Exterior de México obedece a ciertos patrones ideológicos y psicobiográficos del titular del ejecutivo. Lo que piensa, cómo actúa, el valor histórico y el reflejo en general de la personalidad del Presidente importan cada vez más para delimitar los lineamientos mediante los cuales la Cancillería ejecuta la Política Exterior. A continuación un breve análisis.

La manera en la que el Gobierno de México actuó ante la crisis presidencial en Venezuela (2019), la elección presidencial en Bolivia (2020) y la “toma de protesta” de Daniel Ortega (2022) sigue el mismo patrón ideológico. En dichos casos, el ejecutivo jerarquizó los principios normativos de Política Exterior, observando únicamente “la autodeterminación de los pueblos”, “la no intervención”—y, respecto a Venezuela, “la solución pacífica de controversias”. Ignorando las denuncias y posicionamientos oficiales por parte de diversos organismos, respecto a la violación sistemática de Derechos Humanos en Venezuela y Nicaragua—así como la falta de certeza, garantías y legalidad en los procesos electorales de ambos países. ¿Cómo puede asegurarse la autodeterminación de un pueblo cuyo gobierno viola deliberadamente las garantías individuales? ¿El Presidente sabe que es su responsabilidad conducir una Política Exterior que respete, proteja y promueva los Derechos Humanos?

La felicitación a Luis Arce Catacora, contrapuesta con la “no felicitación” a Joseph Biden, reafirmó los matices ideológicos en la conducción de la PE. Aún y cuando la Embajada de México en Estados Unidos comunicó que era oportuno oficializar el reconocimiento de Biden como presidente electo, el ejecutivo decidió frenarlo, apelando a los primeros dos principios normativos. El caso de Bolivia fue totalmente contradictorio. Los principios y, sobre todo, ni la Doctrina Estrada ni la Doctrina Carranza, evitaron que tuviera lugar la práctica “denigrante e intervencionista de reconocer gobiernos extranjeros”—en palabras del propio Genaro Estrada.

Los roces diplomáticos con Panamá y España van por la misma línea. En ambos casos, el Presidente se olvidó de los principios normativos y criticó los procesos internos de la Cancillería de Panamá, después de haber negado de facto el beneplácito a Pedro Salmerón Sanginés. Se cayó en el mismo error con España, cuando el primer mandatario criticó un “contubernio promiscuo” entre el gobierno español y el gobierno mexicano. Anteriormente ya se habían cometido otros agravios, teniendo como destinatarios desde  empresas privadas (Repsol, Iberdrola y OHL), hasta a la propia monarquía, al demandar una disculpa por la conquista. Para estas fricciones, así como para la “no felicitación” del mandatario estadounidense, la Cancillería mexicana no emitió ningún comunicado oficial—contrario a lo sucedido con la situación en Venezuela, Nicaragua y Bolivia.

Integrando la historia personal y la trayectoria política del Presidente, puede entenderse que el embrollo de la “no felicitación” obedece meramente a una lectura de la elección estadounidense de 2020 (Biden vs. Trump) en función de la elección federal mexicana del 2006. Seguramente los reclamos de fraude electoral del candidato republicano regresaron al titular del ejecutivo al 2006, año en el que—mantiene—le “robaron” la elección. Algo similar sucedió con la inmensa maniobra diplomática que permitió el arribo de Evo Morales Ayma—en calidad de asilado—a México en noviembre de 2019. Al Presidente poco le importó no respetar los principios normativos ni la Doctrina Estrada. Fue realmente la cercanía ideológica, el reflejo de su propia persona (orígenes, trayectoria social y el liderazgo personalista) y tanto el apoyo como la demanda de sus bases domésticas lo que le permitió asumir el costo político del otorgamiento de asilo.

Esto último se repite en lo relacionado con Venezuela y Nicaragua, así como en los roces diplomáticos con España y Panamá. Con frecuencia los presidentes mienten, adecúan sus discursos dependiendo de la audiencia, modifican sus respuestas en función del tiempo y la naturaleza del cuestionamiento. No obstante, el titular del ejecutivo varía todo lo anterior—menos su discurso. Se trate de Nicaragua o España, el Gobierno de México mantiene su línea discursiva hacia el exterior firme en torno al respeto de los principios normativos, específicamente “la no intervención” y “la autodeterminación de los pueblos”. Para el Presidente, su gabinete y su partido, ambos principios deben ser jerárquicamente superiores y respetados desde México al mundo, tanto como desde el mundo hacia México. Esta errónea jerarquización le permite no criticar gobiernos autoritarios con los que tiene afinidad ideológica. A pesar de que los principios de PE no son jerárquicos ni autoexcluyentes. Son necesarios en la misma medida.

Cuando el Presidente se siente atacado o cuestionado desde el exterior, sea desde Panamá, España, Bolivia—o incluso Estados Unidos, solo hace falta que asuma el papel de víctima, para dar rienda suelta a su personalidad. Conocido por cuestionar los marcos reglamentarios, negar cierto tipo de información (y preferir sus “otros datos”), centrar su proyecto en torno al expansionismo de su poder político e influencia. Así como en la persuasión constante—buscando que cada vez más personas acepten su proyecto y actúen en esa línea. El ejecutivo no solo utiliza sus dos principios normativos favoritos a su favor—sino los viola en pro de lo que él denomina “libertad de expresión”. La que utiliza para desprestigiar, denostar y crear enemigos que, tal vez no ficticios, pero sí innecesarios. Sea Jeanine Añez o Felipe de Borbón— o desde VOX hasta USAID.

Es necesario cuestionar la continuidad de esta ruta en el proceso de esquematización y conducción de la Política Exterior de México. Particularmente cuando el status quo abona a la malintencionada distorsión de los principios normativos y las doctrinas de PE—en la búsqueda de influir en el debate y la narrativa gubernamental interna/o.

Para frenar esta problemática hace falta que la Cancillería reafirme su rol como ejecutor de la Política Exterior y demande una conducción apropiada por parte del ejecutivo. Un escenario poco probable pues el Presidente pretende entender el mundo a través de principios y doctrinas del siglo pasado. Mientras tanto, el Canciller se sueña Presidente y utiliza lo que sucede en el exterior para hacer campaña en México—esperando que el designio presidencial lo beneficie rumbo al 2024. 

Lamentable época para la diplomacia mexicana.

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