Al intentar entender la compleja—y cambiante—configuración del mundo, además de distintos dogmas, la academia nos enseña que toda confrontación—directa o indirecta—tiene costos y beneficios. Estos últimos casi siempre suelen ser económicos, mientras que los costos pueden ser además políticos, sociales, culturales, humanitarios, etc.
Negar que “el destino” de los países está en manos de los líderes políticos en turno no tiene razón de ser. En Política Exterior se suele hablar mucho del “interés nacional”. No obstante, el “interés nacional” no es sino lo que la “nación”, es decir, los que toman las decisiones en nombre de ella, deciden que es. Si hoy la Federación Rusa dice que es de su “interés nacional” mantener segura su integridad territorial y su soberanía, ante una casi improbable adhesión de Ucrania a la OTAN, no es porque el “pueblo” ruso así lo quiera, es porque Vladimir Putin así lo necesita.

Mismo caso con los Estados Unidos, tanto en 1823 con la Doctrina Monroe, como en el siglo pasado en la lucha contra el “comunismo internacional” y la expansión soviética en este continente. Era del interés personal y político de líderes demócratas y republicanos mantener al continente americano fuera de la esfera de influencia europea y, últimamente, soviética.
En los días posteriores a la invasión rusa en Ucrania, haciendo una reflexión casi obligada, me llamó mucho la atención la primera posición de México ante la invasión. México, un país que ha sufrido—formalmente—cuatro invasiones, no fue capaz de condenar, en primera instancia, la transgresión de la soberanía de Ucrania. El “rechazo”, palabra usada por la Cancillería, equivale a nada. Finalmente, el 24 de febrero, el canciller Ebrard fijó una postura más dura, condenando la intervención, la transgresión de la soberanía ucraniana y el uso de la fuerza.
Esa fue la posición oficial que México ha mantenido en el Consejo de Seguridad, donde Rusia (miembro permanente y con poder de veto), ha impedido que se aprueben distintas resoluciones que condenaban su expedición militar en Ucrania y que le exigían, entre otros, respetar el derecho internacional y la carta de Naciones Unidas.
Una vez desatado el conflicto, hubo de todo tipo de reacciones a nivel doméstico. Críticas infumables y fanáticas tanto de quienes apoyan incondicionalmente al presidente, como de quienes son incapaces de reconocer ciertos aciertos que ha tenido en su ya concluso sexenio.
Se escucharon también posturas revueltas e infundadas. Desde simpatizantes de izquierda y miembros de Morena, partido que sigue denominándose como “socialdemócrata”, apoyando al bando de Rusia Unida y Putin. Tal vez creyendo que la Federación Rusa sigue siendo el bastión del comunismo internacional. Hasta partidarios de derecha, criticando la falta de liderazgo de Joe Biden, añorando el retorno de Trump o–incluso–justificando la invasión rusa bajo una premisa infundada de una “lucha contra las élites globalistas”, encabezada por el autócrata Vladimir Putin.
En todo este embrollo, hubo una declaración que, tal vez para muchos, pudo haber pasado desapercibida, pero eso no le resta ningún mérito ni la hace menos importante. En una entrevista, la Embajadora Eminente, Martha Bárcena, en mi opinión, una de las mujeres más brillantes y la voz más crítica de la Cancillería dentro de las filas del Servicio Exterior, comentó que ya es momento de que el ser humano, la dignidad humana y la libertad estén al centro de toda consideración de Política Exterior. No los sistemas de defensa, ni la geopolítica o el uso de la fuerza.
Cuando quienes toman las decisiones mantienen como prioridad el internacionalismo o imperialismo fincado en el uso de la fuerza, las acciones o expediciones resultantes derivan en miles de “daños colaterales”–que, tristemente, deshumanizan cada vez más la pérdida y la vida humana per se.
Los resultados suelen ser similares cuando la internacionalización de la democracia y el institucionalismo está acompañado por presiones militares. Si bien es cierto que vivimos en un mundo sumamente plural, donde se contraponen diferentes concepciones de lo colectivo—es también verdad que la democracia, demasiado imperfecta e incluso tiránica, es una de las únicas herramientas capaces de disipar las aspiraciones y conductas violentas, tal vez propias de la naturaleza humana.
Herny Kissinger, un personaje muy criticable pero, en la misma medida, admirable, suele decir que la política exterior es el arte de establecer prioridades. El día en que los líderes establezcan como prioridad lo dicho por la Embajadora Bárcena—ese día se podría decir que sus acciones están guiadas por lo que es mejor para la vida en sociedad y no únicamente para su interés individual.
Atención, la búsqueda del interés individual no se debe equiparar a una demonización dogmática del individualismo. Es bastante hipócrita negar que el ser humano busca, en cada una de sus interacciones, satisfacer su propio beneficio. El problema surge cuando, en la búsqueda del interés personal, se sobrepasa el derecho y la libertad que tienen las personas para hacer lo propio. Al invadir por motivos obviamente personales, Putin restringió la libertad de la ciudadanía ucraniana, condenando su libre desarrollo y la búsqueda de su felicidad. ¿Cuántas veces más se seguirá repitiendo la historia?