El 3 de julio de 2021 la sociedad española despertó consternada e indignada por el asesinato de Samuel Luiz, un joven de 24 años al que de madrugada un grupo de trece personas mató de una brutal paliza por ser homosexual. Ante esta agresión mortal homófoba no sólo surgieron grandes concentraciones de repulsa y de solidaridad con la familia y con el colectivo LGBTIQ+, sino que también ha emergido una serie de preguntas que debe hacernos reflexionar.
¿Cómo puede suceder este asesinato en el que fue el segundo país en el mundo en aprobar en 2005 el matrimonio igualitario? ¿Cómo puede ocurrir esta agresión homófoba mortal en el país que apenas unos días antes había aprobado la muy progresista “Ley Trans”? ¿Cómo puede explicarse la existencia simultánea de estos dos extremos: la normalización de expresiones, orientaciones e identidades sexuales diversas y un acto tan cargado de odio que llega hasta el homicidio?

El asesinato de Samuel ha puesto el foco de atención sobre un hecho que no es desconocido pero que no había entrado en el debate público con la fuerza necesaria: en España han aumentado los delitos de odio por razón de orientación o identidad sexual, más de un 64% entre 2015 y 2019 según las estadísticas del Ministerio del Interior.
Por otra parte, los resultados de las últimas rondas de la World Values Survey (WVS) – que mide las actitudes de los y las habitantes de un país en torno a diversas cuestiones – muestran la divergencia en España en torno a la aceptación de la homosexualidad. El porcentaje de personas que declaran una alta aceptación de la homosexualidad ha seguido una clara línea ascendente: un 44.7% en el año 2000, un 51.1% en 2007, un 57.6% en 2011 y un 60.2% en 2017. En paralelo, se observaba inicialmente una tendencia descendente en la proporción de personas que exhiben un bajo grado de aceptación de la homosexualidad, pasando de un 20.5% en 2000 a un 11.3% en 2011. No obstante, en 2017 esta caída se interrumpe y la proporción asciende de nuevo, a 16.2%. Es decir, a la par que se afianzan las actitudes de inclusión de la comunidad homosexual en España, parecen estarse incrementando los sentimientos de rechazo entre una parte de la sociedad.
La clave para interpretar este incremento está en comprender que estos actos no ocurren en el vacío, que no representan incidentes inconexos, sino que echan raíces en el sustrato común de discursos y actos políticos que, tras décadas de esfuerzos y lucha por los derechos LGBTIQ+ en España, buscan desbaratar los logros alcanzados y toman nuevamente al colectivo como diana de sus ataques. Y no es que pueda decirse que el avance en los derechos LGBTIQ+ haya sido un camino de rosas. Ni siquiera la reciente Ley Trans ha sido fácil de aprobar, sino que ha suscitado fuertes disputas y malogradas declaraciones de muchos representantes considerados progresistas.
Vale la pena también recordar la fuerte oposición que presentó una parte de la sociedad y, sobre todo, el conservador Partido Popular (PP) – entonces, principal partido de la oposición – a la aprobación en 2005 de la ley que permitió en España el matrimonio igualitario y la adopción por parte de parejas homosexuales. No sólo se pronunció, se manifestó y votó en contra, sino que llegó al extremo de recurrir la ley ante el Tribunal Constitucional por “desnaturalizar” la institución del matrimonio, con el objetivo de lograr su anulación por la vía judicial.
No obstante, para cuando por fin se pronunció el Tribunal en 2012 – 7 años después -, ratificando la constitucionalidad del matrimonio de parejas homosexuales, el recurso parecía ya antediluviano hasta para el propio PP – en el gobierno en ese momento – y gran parte de la sociedad española daba muestras de haber asumido como una obviedad la igualdad en los derechos civiles de personas homosexuales.
Una anécdota permite ilustrar claramente este cambio en las posiciones políticas conservadoras: en 2015 el mismo presidente del gobierno del PP, Mariano Rajoy, que como líder de la oposición presentó el recurso de anticonstitucionalidad, asistía a la boda de un diputado homosexual de su partido.
En ese sentido, la irrupción en el espacio público de discursos de odio contra la comunidad LGBTIQ+ ha supuesto un punto de quiebre en una comunidad política y social como la española, que parecía ser cada vez menos intolerante y más inclusiva. Surgen al principio como algo anecdótico, como ocurrencias detestables de un nuevo partido político – el ultraderechista Vox – que parece llegar cabalgando de otra época, con un lenguaje y una forma de concebir las relaciones sociales, la política y la moral más propias de la España cerrada y ultracatólica de los años 50 que de un país que busca estar a la vanguardia del cambio cultural. Pero la anécdota se afianza y lo que parecía un soplo pasajero de aires pre democráticos logra aceptación social y representación política y alcanza poder local para, desde ahí, convertir palabras en actos.
Y precisamente la cuestión que más salta a la vista es: ¿cómo se explica la consolidación de estas posiciones retrógradas en un país que al mismo tiempo muestra importantes avances en materia de derechos? En esta España bicéfala se debate casi al mismo tiempo una propuesta de conservadurismo intransigente como el “pin parental” y un paso tan vanguardista como la nueva “Ley Trans”.
El “pin parental” es una política supuestamente basada en la libertad educativa para dar cobertura legal a los padres y madres que quieran oponerse a la asistencia de sus hijos e hijas a charlas y actividades escolares “con carga ideológica o moral contraria a sus convicciones”, es decir, para restringir que las nuevas generaciones reciban una educación más abierta e inclusiva.
Por otro lado, la “Ley Trans” es el proyecto de ley “para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGBTIQ+”, que plantea la autodeterminación de género y, con ello, la despatologización de la identidad trans y que recoge, además, otras importantes medidas para garantizar los derechos de las personas LGBTIQ+.
Ambos proyectos parecen provenir de dos épocas, casi universos distintos, y no de una misma comunidad social y política.
Entonces, asumiendo los avances en derechos LGBTIQ+ como los logros democráticos que son, la preocupación debe orientarse a comprender por qué crece la intolerancia, por qué se vuelve aceptable para algunos un discurso que ya parecía estar quedando en los márgenes del ala más retrógrada de la sociedad española. Mucho se ha discutido al respecto y las posturas son diversas, pero muchos analistas coinciden en un aspecto: ha habido demasiada tibieza en la condena hacia estos discursos de odio, esfuerzos demasiado escasos para impedir que tales mensajes ganaran vuelo y lograran transmitirse desde puestos de poder que los legitiman.
Se ha contraargumentado que la libertad de expresión debe primar y que no se pueden impedir estas expresiones, pero no cabe duda de que dar voz en los medios de comunicación y dar espacios de diálogo y de poder político a formaciones que promueven el odio al diferente implica poner sus discursos al nivel de lo aceptable. Y precisamente ahí está el error. Lo que no es aceptable debe ser pública y contundentemente rechazado, porque las palabras no suelen ser mera retórica y las palabras de odio contienen odio, lo cual conlleva un daño y un peligro para las personas contra las cuales van dirigidas. Este razonamiento, aplicado a la homotransfobia en España, es igualmente válido para otros países y para el resto de colectivos señalados como el “otro”, como lo diferente respecto del prototipo esencialista de lo que debe ser un ciudadano “normal”.
Por desgracia, el asesinato de Samuel nos ha mostrado que no se trata de anécdotas, que los discursos y los actos políticos tienen consecuencias y que, por ello, no podemos seguir asumiéndolos como simples provocaciones retóricas. Lamentablemente, los avances en derechos no están labrados en piedra y es preciso seguirlos defendiendo y reaccionar frente a quienes pretenden vulnerarlos o cancelarlos. Para parar el odio hay que empezar por señalar de dónde viene y mostrar frente a él un rechazo unánime desde el resto de la comunidad social y política. Si no, estamos dejando que el odio crezca y, cuando el odio se instaura, se convierte en amenaza. Para Samuel, ya hemos llegado tarde.